Fuego persa by Tom Holland

Fuego persa by Tom Holland

autor:Tom Holland [Holland, Tom]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Historia, Divulgación
editor: ePubLibre
publicado: 2005-01-01T05:00:00+00:00


Hora de dar el paso siguiente

La idea de que un hombre sólo tuviese que dar una palmada para que se excavara un canal, o se construyera un puente, o todo un continente se alzase en armas resultaba tan extraña como alarmante a los oídos de los atenienses. El gran templo de Zeus abandonado por los Pisistrátidas en el exilio, con sus columnas barridas por el polvo, permanecía en su lugar como un sobrio recordatorio del disgusto que le causaba a la ciudad el tener que obedecer a cualquier líder. El reflejo automático de la aristocracia ateniense, cada vez que se encontraba con alguien que destacase demasiado, era buscar la espada. «Ese pueblo no encuentra placentero honrar a nadie: se considera que al hacerlo resultan privados de algo.»[25] Sentimiento común y sostenido entre los griegos de toda la Hélade. La democracia, en ese sentido, había cambiado poco. Se contaba que el padre de Temístocles, al intentar disuadir a su hijo de seguir una carrera en la política, le señaló los cascos podridos de unos barcos de guerra que se encontraban en Falero, advirtiéndole que tal era el destino de todo político ambicioso. «Así es cómo se trata en Atenas a los líderes cuando han dejado de ser útiles.»[26]

Con certeza, las rivalidades entre la élite continuaban siendo tan carnívoras y despiadadas como lo habían sido antes del establecimiento de la democracia. Incluso la sobresaliente figura de Milcíades se vio muy pronto abocada a la tragedia. En el 489 a. J. C., al cabo de apenas un año de haber salvado a su ciudad de ser aniquilada, Milcíades sufrió una herida en un muslo mientras dirigía una expedición contra una ciudad de colaboracionistas del Egeo y se vio obligado a regresar a Atenas, donde su reputación fue de repente cuestionada. Los Alcmeónidas, como perros de caza, olfatearon el olor de la sangre, y dando rienda suelta a los talentos de un joven y ambicioso político llamado Jantipo, a quien habían casado ya con la sobrina de Clístenes, llevaron a juicio a Milcíades, acusándolo, con típica desvergüenza, de «engañar al pueblo ateniense». Acorralado por la asamblea, Milcíades acabó siendo condenado, y seguro que lo habrían sacado de su camilla sin contemplaciones, lo habrían arrastrado a través de La Puerta del Ahorcado y lo habrían arrojado en una fosa si los jueces, reacios a dar al vencedor de Maratón el mismo trato que habían recibido los embajadores del Gran Rey, no hubiesen votado por una ingente multa en lugar de aquello. Pocas semanas después de la sentencia, la gangrena con la que se había empezado a pudrir la pierna del gran héroe lo mataría. Después de reunir con dificultad la cantidad necesaria para pagar la multa, su joven hijo, Cimón, heredó el liderazgo del clan de los Filaidas y, con ello, una fortuna muy reducida y —no hacía falta decirlo— la continua enemistad de los Alcmeónidas.

Sin embargo, aunque era cierto que los atenienses, siempre temerosos de cualquier situación «en la que un hombre es capaz



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